Economía de la felicidad
Existen índices comparados de niveles de felicidad que usted puede encontrar en internet y que muestran que Bután, país pobre de 700.000 habitantes, se sitúa entre los 20 primeros países por nivel de felicidad. Claro está, el problema es cómo se mide. Y aquí los butaneses y sus amigos internacionales no están solos. Hay una investigación académica creciente sobre el tema, con verdaderas innovaciones metodológicas. En buena parte, se basa en medidas subjetivas, como en los diarios personales diseñados por el premio Nobel Daniel Kahneman o resultantes de las encuestas especializadas. También se introducen datos estadísticos de desarrollo humano.
La combinación de ambas fuentes se hace en una perspectiva holística de no privilegiar la dimensión monetaria sobre las demás. A partir de estas comparaciones, sabemos cosas interesantes. Así, los ricos suelen ser más felices que los pobres, pero los países ricos no son más felices que los pobres. Por ejemplo, en Costa Rica son más felices que en Estados Unidos. Porque la felicidad depende por un lado de las expectativas y por otro de la estabilidad de la vida. Procesos de rápido crecimiento disminuyen la felicidad al desorganizar la trama cotidiana. Carol Graham, de la Brookings Institution, ha investigado el tema en muchos países y encontró como factores clave de felicidad una vida personal estable, afectividad satisfactoria, buena salud y un nivel suficiente de ingresos (pero no demasiado alto, porque ahí empiezan los problemas). Pero también señala que la felicidad es la que ayuda a la buena salud.
De la investigación existente sobresalen dos temas: la sociabilidad y la adaptabilidad. Cuantas más redes familiares y sociales, más feliz es la gente. De hecho, las empresas de comunicación ya han identificado este hecho como el determinante del éxito de redes sociales en internet. Cuanto más internet, más sociabilidad, tanto virtual como presencial. Y cuanta más sociabilidad, más felicidad. La búsqueda de comunidad es un elemento esencial para restablecer el equilibrio psicológico. Algunas políticas sociales, por ejemplo en Canadá, están utilizando esta perspectiva para organizar actividades para los parados que generen redes de relación social y de autoestima cuando falla el entorno laboral. Por otro lado, la adaptabilidad humana parece gestionar condiciones de desequilibrio mediante mecanismos de compensación en el comportamiento. Bernanke cita un párrafo revelador de Adam Smith:
"La mente de cada persona, en tiempo más o menos largo, vuelve a su estado usual y natural de tranquilidad. En la prosperidad, al cabo de cierto tiempo, baja al nivel en el que estaba; en la adversidad se eleva a su nivel habitual". Esta afirmación, refrendada por la investigación en psicología económica, explicaría la relativa calma social en situación de crisis: todos acabamos adaptándonos a lo que no parecía soportable en otras condiciones. Pero es precisamente esa capacidad de contento interior lo que conduce a una armonía que depende de nosotros y no del valor de la vida medido en dinero. Y es que, en último término, desde la economía clásica la idea era servir a la felicidad del ser humano. Lo que ocurrió es que ante la dificultad de medirlo, el concepto se mutó en utilidad y se le asignó el precio como criterio de medición. La consecuencia fue una personalidad truncada en la que el acto de consumo individual no podía dar respuesta a otras necesidades no tratables por el mercado, desde los afectos hasta los bienes comunes (como la naturaleza). Al contrario, la huida en el consumo acentúa los desequilibrios psicológicos.
Por ello, no es casual que cuando falla el mercado nos quedemos vacíos. Pero ese vacío se va llenando con nuevas prácticas de vida a las que se refiere esa nueva rama de la investigación, síntoma de profundo cambio cultural: la economía de la felicidad. Felices vacaciones.