Así era en efecto, aquel cordón umbilical, aquel tejido hilvanado otrora con chispas de fuego la vigilia de primavera, aquel tácito ceremonial en el que toda la población de un barrio se volcaba para festejar su eclosión y su permanencia, aquella celebración de una condición privilegiada −que se había resumido en el eslogan del “¡Todo es posible en Berlín!”−, aquel elogio del nacimiento y la existencia de una determinada longitud y latitud sobre la capa de la Tierra, aquella conjura, aquella conjetura, aquel sortilegio... Veinte de marzo, y las lámparas se apagaban en Berlín…
Años atrás, no había vecino en Berlín, desde el más disipado al más austero −por muchos altibajos que hubiera sufrido su vida y su ánimo y su suerte en los últimos tiempos−, que la noche en que entraba la estación más bella dejara de prender una mariposa de luz de aceite en su ventana. Ése era el secreto ritual, el símbolo de la comunión, la seña de identidad y reconocimiento de los habitantes de Berlín, o, dicho de otro modo −en las palabras que a los propios berlineses les gustaba emplear−: “la confirmación de su orgullo y su estigma, su realidad y su fábula, su claro y su oscuro”.
Veinte de marzo, y las lámparas se apagaban en Berlín. ¿Volverán a encenderse? ¿Será Berlín de verdad esa vez? ¿Dónde estaré entonces?...
Enric Batiste
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