Érase una vez un papel; bueno, no era un papel, pero sí que era como un papel: plano como una hoja de papel, espeso como un papel espeso, blanco como un papel en blanco...
Había también unas partes que formaban parte de aquel papel, a la vez que formaban el papel. En realidad aquellas partes no eran partes, sino otra cosa, pero sí que estaban en el papel.
Las partes tenían múltiples formas: formas redondas y con esquinas, formas que empezaban y acababan, formas que empezaban y no acababan... empezaban y acababan, o iban y venían, según por donde se mire. Incluso había formas que volvían a empezar y volvían a acabar, o, más bien, que no acababan nunca: se repetían y se volvían a repetir.
Todas las formas tenían sentido. Por eso eran formas y por eso eran como eran.
Aquel papel que no era un papel, repleto de partes y formas que no eran partes y formas, pero sí formas con sentido, luchaba por existir, seguir existiendo, ser verdad.
Porque estaba vivo, era y no era, porque cambiaba. Cambiar y vivir requería mantenerse abierto, tener entradas abiertas por donde nutrirse de su mundo.
Pues bien, el papel existía y estaba vivo, era como era, quería ser cual era y quería seguir siéndolo: ¡una tarea tremenda!
En fin, aquel papel no dejó de ser como era y de vivir en su mundo y de darle sentido... hasta que dejó de ser lo que era y fue otra cosa.
Enric Batiste
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